La Feria Internacional de Arte Moderno, ARCO, comenzó el pasado miércoles 16 de febrero su trigésima edición. Madrid se convierte, como aseguran los organizadores, en la capital mundial del arte contemporáneo. Su nuevo director, Carlos Urroz, desea que “este año la Feria sea un paréntesis a la crisis económica”. Para ello ha reducido el número de galerías participantes argumentando que muchas no han pasado el filtro de calidad. El objetivo de la Feria es conjurar la recesión y animar a los coleccionistas a comprar las obras expuestas, a que hagan una inversión de la que más tarde podrán sacar beneficios. No en vano el propio Ayuntamiento de Madrid ha situado ” la cultura y la creatividad en los ejes de desarrollo de la ciudad, como factor de riqueza, competitividad y desarrollo económico”.
Sin embargo, el público que se acerque a ARCO tendrá que pagar 32 euros para acceder al IFEMA. La gran mayoría carecerá del poder adquisitivo para participar en este mercado y deberá conformarse con ver las obras, algunas de ellas, quizás por última vez, ya que estarán en manos de coleccionistas privados en los próximos días. Una realidad a todas luces elitista, donde la cultura ha pasado de ser un derecho de los ciudadanos a convertirse en un recurso económico que gestionan empresas e instituciones y al que sólo se puede tener acceso como consumidor o inversor.